“No hace falta conocer el peligro para tener miedo; de hecho, los peligros desconocidos son los que inspiran más temor”. (Alejandro Dumas)

Dicen que los bebés vienen al mundo con un pan bajo el brazo, pero lo cierto es que nacemos con una mochila invisible, un saco paradójico que nos salva y nos asfixia, en un duelo de equilibro inconstante en el que a menudo, gana el gemelo malo.
El miedo nos salva, sí; es nuestro guardaespaldas, nuestra mejor versión, una emoción necesaria para sobrevivir. En él delegamos la elección de evitar, enfrentar o salir huyendo del peligro. Pero también nos anula, se apodera de lo que somos, haciéndonos creer que cualquier iniciativa o cualidad distinta a las que él establece, nos condenará.
Al principio es fácil, sólo tenemos que dejar la luz encendida para tenerle contento, así la noche y sus monstruos nos dejarán en paz. Pero la bolsa crece y cambia con nosotros. Y un día te ves en clase, sabiendo la respuesta y sin levantar la mano, porque él, que ahora se llama vergüenza e inseguridad, te ha convencido de que si lo haces, serás el empollón, se reirán de ti.
Empiezas a cederle espacio, aunque también brotan en tu interior conatos de rebelión. Resulta que el germen de la experiencia y la valentía también han prendido en ti, y de vez en cuando, el miedo prueba la arena. Ocurre, por ejemplo, el día que te atreviste a hablar con ella, o cuando decidiste ponerte esa camiseta por segunda vez, a pesar de las burlas de aquel grupito. Pasa el tiempo, y vas forjando tu pequeña colección de momentos heroicos.
Pero el miedo es ambicioso, astuto…, sabe buscarse aliados. Armado con una buena dosis de ignorancia y comodidad, puede llegar a ser letal. Sus caras son infinitas porque la mayoría de ellas no existen o han sido artificialmente creadas. Permanece acantonado en cada esquina de nuestro día a día, esperando el momento adecuado para atacar.
A veces, se esconde tras la doble moral de los poderes instaurados en nuestra sociedad; también en las ciudades y su urbanismo fantasma, tras los barrios “buenos” y decentes, bien separados de los barrios “malos”; en el “pero”, en el “no puedo”… En cualquier cambio de dirección que no haya venido impuesto por su doctrina del “no pienses, no hagas, no seas”.
El Hombre del saco nos tiene presos, se ríe de nosotros sabiéndose poderoso de puro débil. Si llegásemos a comprender que tan sólo es un abusón, que plantarle cara bastaría para resquebrajar sus cimientos… No es sencillo, el secuestro prolongando nos sumerge aletargados en un profundo Síndrome de Estocolmo.
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