“Hay quienes se consideran perfectos, pero es solo porque exigen menos de sí mismos que del resto”. (Hermann Hesse)
Disculpad el titular. Este post no es una oda al onanismo, al menos no en sentido literal. Pero me pareció un buen reclamo para reflexionar sobre las causas de la ceguera social que padecemos. Y sí, creo que el mito es cierto: las pajas pueden dejarte ciego o incluso algo peor.
Las más peligrosas son las llamadas pajas ajenas (aunque las mentales, también tienen lo suyo). Hablo de esos comportamientos o actitudes que nos molestan en los demás; nos sacan de quicio y despiertan nuestra ira. Están por todas partes:
– En el cine, cuando algún desconsiderado no apaga el móvil y, lejos de silenciarlo, aún se atreve a contestar la llamada (¡¡¡y por dos veces!!!).
– En el súper, cuando se abre una segunda caja y la mujer que menos pinta tiene de llevar prisa, se cuela sin respetar el orden de la cola.
– En el semáforo, cuando arrancas confiada porque está en verde y un peatón se tira a cruzar y encima te mira desafiante, no vaya a ser que le llames la atención.
Y podría seguir. Estoy segura de que quienes leéis esto, tenéis ya una colección interminable de supuestos que añadir a la lista, ¿verdad?
Esa rabia, esas ganas de darle una colleja al molesto de turno, se dulcifica infinito cuando intercambiamos los papeles. Pero es que, a nosotros jamás se nos ocurriría actuar con semejante desfachatez. Si alguna vez hacemos algo similar, es porque no nos queda otro remedio. Porque…
– En el cine: Vale, sí, el otro día en el Filarmónica, justo antes de que empezara la peli, silencié el móvil, pero no lo apagué; aún siendo consciente de que me quedaba poca batería y que si se agotaba, el aviso sonaría a pesar del modo vibración. Lo que pasa es que en mi caso está justificado, porque, si me llama alguien y tengo el teléfono apagado, mi operadora no me envía un mensaje de aviso y luego no sé si me han llamado o no. Vamos, que no tuve más remedio. De cualquier manera, la batería aguantó hasta el final de la proyección, sin rechistar (no como la señora de al lado, que no paraba de cotorrear).
– En el súper: Y luego, hay que ver la gente cómo es, que parece que están ‘alelaos’. Ayer estaba yo en la caja del súper y no sé cómo lo hago, que siempre elijo la que va más lenta. Por suerte, abrieron la de al lado y, como ciudadana cívica que soy, iba a respetar el orden de la cola, pero es que el chico que tenía delante no hizo ademán de moverse y…, lo cierto es que llevaba prisa y total, por dos botellas de agua que tenía… En fin, que me colé, aunque, francamente: no creo que fuera para molestarse. Y si no, que se hubiera espabilado el chico.
– En el semáforo: Miré el reloj y era tardísimo, así que apuré el paso y… ¡Mierda! El semáforo de la Avenida de Galicia acababa de ponerse en rojo (¡con lo que tarda en abrirse!). Pensé: “Bah, me da tiempo a pasar, antes de que arranquen los coches”. Pues fue poner un pie en la carretera, y un gilipollas me pitó. Ya estaba metida en harina, así que crucé de todos modos y le dediqué una peineta, por impresentable.
Y es que da igual lo que hagamos, que no vemos la viga propia ni aunque nos muerda, como la luz de una linterna en la oscuridad. Esa autocomplacencia nos paraliza, deslegitima cualquier queja sobre el comportamiento de los demás.
Nuestra ceguera tiene cura, pero abrir los ojos implica darle un giro de 180º al dedo acusador y eso no podemos hacerlo. Tenemos las manos ocupadas en el propio aplauso, porque nadie como uno mismo, para hacer las cosas bien.